
Durante años nos vendieron una fantasía de pantallas brillantes y autos que se conducen solos. Nos dijeron que la tecnología resolvería el caos del tráfico y que los datos nos harían libres. Sin embargo, la realidad mostró otra cara. El verdadero desafío urbano de esta década no reside en cuántos sensores instalamos en los semáforos, sino en cómo logramos que esos avances nos acerquen en lugar de aislarnos en burbujas digitales de soledad eficiente.
La promesa tecnocrática del ayer
Por: Gabriel E. Levy B.
Hace poco más de una década, la visión predominante sobre el futuro de las metrópolis se centró casi exclusivamente en el hardware. Grandes corporaciones tecnológicas presentaron maquetas inmaculadas donde todo funcionaba como un reloj suizo. La idea era simple y seductora: si lográbamos medirlo todo, podíamos optimizarlo todo.
Se instalaron cámaras en cada esquina y se llenaron los pavimentos de sensores. La ciudad se empezó a tratar como si fuera una computadora gigante que necesitaba un sistema operativo libre de errores.
En ese entonces, el éxito se midió por la velocidad de los datos y la fluidez del tráfico vehicular.
Nadie preguntó dónde quedaba el peatón en esa ecuación. Se asumió que una ciudad eficiente era, por defecto, una ciudad feliz.
Los urbanistas de aquella época priorizaron el flujo sobre la estancia. Diseñaron avenidas para que los autos pasaran rápido, no para que la gente se detuviera a conversar.
El modelo, importado de la gestión empresarial, buscó eliminar la fricción.
Se pensó que el caos urbano, ese desorden natural de los mercados callejeros y las plazas llenas, era un error a corregir.
Se invirtió dinero en centros de control que parecían sacados de películas de ciencia ficción, con paredes llenas de monitores vigilando el pulso de la urbe en tiempo real.
Pero algo falló en ese cálculo matemático. Al optimizar el espacio para la máquina, se deshumanizó el entorno.
La tecnología cumplió su promesa de eficiencia, pero dejó un vacío en la experiencia vital de habitar el espacio público.
La ciudad se volvió inteligente, sí, pero también se volvió fría. Aquel enfoque olvidó que una ciudad no es un problema de ingeniería a resolver, sino un organismo vivo compuesto por historias humanas que necesitan rozarse para existir.
Cuando la eficiencia enfría las calles
Hoy nos encontramos ante un escenario distinto y más complejo. La tecnología ya no es una novedad, sino el aire que respiramos.
Tenemos aplicaciones para todo: pedir comida, transporte, citas y entretenimiento. Ya no hace falta salir de casa para satisfacer nuestras necesidades básicas.
Este fenómeno transformó radicalmente la dinámica urbana.
Las calles, antes escenarios de encuentros fortuitos, corren el riesgo de convertirse en simples corredores logísticos para repartidores. La comodidad digital trajo consigo un efecto secundario silencioso: el aislamiento social.
La socióloga Saskia Sassen, una voz autorizada en el estudio de la ciudad global, advirtió sobre este peligro. Sassen señaló que la obsesión por la tecnología puede “desurbanizar” la ciudad. Según su visión, si la tecnología se limita a ser una capa impuesta desde arriba, mata la capacidad de la ciudad para “hablar” y responder a sus habitantes.
Una ciudad real es incompleta y compleja, y es en esa complejidad donde reside su vitalidad.
El contexto actual nos muestra centros urbanos que se vaciaron tras la pandemia y que luchan por encontrar una nueva identidad.
El trabajo remoto, aunque trajo flexibilidad, eliminó millones de interacciones diarias. Ese café de la mañana con el compañero o la charla en el ascensor desaparecieron para muchos.
Ahora entendemos que la congestión no era solo de autos. Había una congestión humana necesaria, un roce de cuerpos y miradas que tejía la confianza social. Al eliminar la necesidad de desplazarnos, eliminamos también la posibilidad de sorprendernos.
Las ciudades enfrentan el reto de usar la tecnología para atraer a la gente de vuelta al espacio público.
No se trata de apagar los servidores, sino de cambiar su propósito. La pregunta ya no es cómo movemos los autos más rápido, sino cómo hacemos que valga la pena salir a la calle. Necesitamos razones poderosas para abandonar la comodidad de nuestras pantallas y volver a mirarnos a los ojos en una plaza.
La paradoja de la soledad conectada
Aquí es donde radica el verdadero nudo del problema. Vivimos en la era de la hiperconexión digital y, simultáneamente, en la era de la desconexión física. La ciudad inteligente, en su afán de hacerlo todo fácil y sin fricciones, eliminó los obstáculos que paradójicamente nos unían.
Richard Sennett, reconocido sociólogo y urbanista, abordó esta cuestión con lucidez. Sennett argumentó que la “ciudad inteligente” prescriptiva corre el riesgo de ser una “ciudad cerrada”. Para él, la fricción y la resistencia son necesarias. Cuando todo está preprogramado y optimizado, el ciudadano se convierte en un consumidor pasivo de servicios, perdiendo su agencia política y social.
Sennett propuso la idea de la “ciudad abierta”, un lugar que permite la evolución y el cambio, donde la tecnología facilita la interacción en lugar de reemplazarla.
Si el algoritmo decide por dónde camino y qué veo, pierdo la capacidad de descubrir lo diferente. La sorpresa es fundamental para la empatía. Si solo veo lo que me gusta y lo que es eficiente para mí, nunca me enfrento a la realidad del otro.
El eje problematizante es que diseñamos ciudades para evitar el conflicto y la demora. Pero la democracia y la comunidad requieren tiempo. Requieren detenerse, negociar el espacio en la acera, ceder el paso, escuchar el ruido de la vida. Una ciudad sin fricción es una ciudad estéril.
La tecnología debería servir para gestionar la densidad, no para eliminarla. El reto es titánico porque lucha contra nuestra propia pereza.
Es mucho más fácil pedir la cena por una aplicación que ir al mercado. Es más fácil ver una serie que ir al teatro del barrio. La ciudad inteligente de esta década debe luchar contra esa inercia.
Debemos preguntarnos si queremos ciudades que funcionen como máquinas expendedoras o ciudades que funcionen como foros públicos.
La eficiencia económica no siempre se traduce en bienestar social. De hecho, muchas veces son opuestas. Un parque puede no ser “productivo” en términos de datos o dinero, pero es indispensable para la salud mental colectiva.
La tecnología debe ser el andamio invisible que sostiene estas experiencias, no el muro que nos separa de ellas.
Espejos urbanos donde mirarnos
Para entender cómo se materializa este desafío, basta con observar algunos casos concretos alrededor del mundo. Existen ejemplos donde la tecnología y el urbanismo tomaron rumbos opuestos, ofreciendo lecciones valiosas sobre lo que debemos y no debemos hacer.
Un caso emblemático de lo que sucede cuando se prioriza la tecnología sobre la vida es Songdo, en Corea del Sur.
Se construyó desde cero con la promesa de ser la ciudad más inteligente del mundo. Todos los sistemas están integrados, la basura se aspira neumáticamente desde las cocinas y los semáforos se adaptan al tráfico en tiempo real.
Sin embargo, durante años se sintió como una ciudad fantasma. Le faltaba el alma, el desorden vital de los barrios tradicionales. Los críticos señalaron que se diseñó para la eficiencia, pero olvidó la escala humana. Es un recordatorio de que la tecnología por sí sola no crea comunidad.
En el otro extremo del espectro encontramos la estrategia de las “Supermanzanas” en Barcelona.
Aunque no es un proyecto puramente tecnológico, utiliza el análisis de datos de movilidad para reorganizar el tráfico.
La idea consistió en cerrar el paso de vehículos en conjuntos de nueve manzanas, desviando el tráfico a las calles perimetrales. El interior se liberó para peatones, juegos infantiles y vegetación.
Aquí la tecnología sirvió para recuperar el espacio, no para automatizarlo. Los sensores miden la calidad del aire y el ruido, demostrando cómo la vida mejora cuando el auto retrocede.
La gente volvió a salir, los niños volvieron a jugar en la calle y los vecinos recuperaron el espacio para conversar. Fue un uso de la inteligencia urbana aplicada al bienestar social y no solo a la logística.
Otro ejemplo interesante surge en Medellín.
La ciudad implementó sistemas de transporte integrados como el Metrocable, que conectó zonas marginadas con el centro.
Pero no se limitó a poner teleféricos.
Acompañó la infraestructura con Parques Biblioteca y centros culturales en las estaciones. La tecnología del transporte fue la excusa para llevar presencia estatal y espacios de encuentro.
Estos casos demuestran que el éxito radica en la hibridación.
París, con su propuesta de la ciudad de los 15 minutos, también apunta a esto. Busca que todos los servicios esenciales estén a una distancia caminable o en bicicleta.
La tecnología ayuda a gestionar esa descentralización, permitiendo el trabajo remoto y la gestión de servicios locales, pero el objetivo final es la proximidad física.
El contraste entre la frialdad de Songdo y la vitalidad recuperada en Barcelona o Medellín nos marca la ruta.
La ciudad no necesita ser más “smart” en el sentido de tener más chips; necesita ser más sabia en cómo usa esos recursos para fomentar el encuentro humano.
En conclusión, La tecnología transformó nuestras urbes, pero corremos el riesgo de construir jaulas de oro digitales si priorizamos la eficiencia sobre la convivencia.
Autores como Sassen y Sennett nos alertaron sobre la necesidad de mantener la complejidad y la apertura en el diseño urbano.
El reto para lo que resta de la década es claro: utilizar las herramientas digitales para derribar muros, no para levantarlos.
Debemos pasar de la obsesión por el tráfico de vehículos a la pasión por el tráfico de ideas y afectos. Una ciudad verdaderamente inteligente es aquella donde la tecnología es invisible y lo que brilla es la calidad de las relaciones humanas en sus calles.
Referencias
Sassen, S. (2013). The Global City: New York, London, Tokyo. Princeton University Press.
Sennett, R. (2018). Building and Dwelling: Ethics for the City. Farrar, Straus and Giroux.


